Miguel Ángel Ferrer
El envejecimiento demográfico es una realidad. Una realidad mexicana y una realidad mundial. Por ahí de 1915 la esperanza de vida del mexicano era de menos de cuarenta años. Un siglo después ronda los ochenta. Un regalo de vida de cuatro décadas. Un regalo maravilloso y por siempre agradable.
Pero siendo cosa maravillosa, también plantea problemas. Quizás el más importante de ellos es saber y determinar los medios de que dispondrá un anciano para vivir, es decir, para cubrir sus gastos en alimentación, vivienda, vestido, calzado, recreación y atención médica. Uno de estos medios sin duda son las pensiones.
En México existen dos principales sistemas de pensiones: las del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) que en general son raquíticas, del orden de tres mil pesos mensuales (200 dólares), si bien es cierto que en muchos casos llegan hasta los cincuenta mil pesos por mes (algo más de 3 mil dólares).
Este gran sistema pensionario cubre a los trabajadores del llamado sector privado. Por eso un obrero o empleado modesto puede esperar una pensión de los dichos tres mil pesos mensuales, en tanto que un ejecutivo puede acceder a los mencionados 50 mil.
El otro gran sistema de pensiones es el del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE). En este sistema las pensiones son menos extremas, aunque en general son modestas. En la actualidad van desde los tres mil pesos mensuales (200 dólares) hasta un máximo de 21 mil (1300 dólares). En el extremo inferior encontramos a un trabajador de limpieza, y en el superior a un maestro universitario.
El IMSS y el ISSSTE cubren las pensiones de los trabajadores del sector formal de la economía. Pero existe una gran población que no pertenece y nunca perteneció a la economía formal y que pasó y pasa su vida laboral sin acceso a ningún sistema de pensiones.
De modo que, como se ve, el problema del envejecimiento demográfico es doble. Por un lado, garantizar el financiamiento de una pensión suficiente a las personas de más de 65 años pertenecientes a cualquiera de los dos grandes sistemas de pensiones; y por otro, garantizar el financiamiento de una pensión suficiente para los trabajadores del sector informal de la economía.
Este es el gran problema. Pero siendo grande no es insoluble. Es simplemente uno más entre los ingentes problemas que ha enfrentado la humanidad a lo largo de la historia y para los cuales siempre ha encontrado soluciones.
En el caso concreto de las pensiones, en un marco de pronunciado y creciente envejecimiento demográfico, la médula del problema y de su solución se encuentra en esa metodología que los economistas llaman asignación del gasto. Un sistema de aplicación, justa y eficiente, de los recursos disponibles. Nada más, pero nada menos.
Del gran fondo social han de provenir los recursos para cubrir las pensiones. Y frente a recursos siempre limitados quedan dos caminos complementarios. Uno, aumentar las contribuciones de los sectores pudientes de la sociedad para destinarlos a los sectores precarios; y dos, reasignar los gastos para gastar menos en lo menos necesario y gastar más en lo más necesario. Las pensiones, por ejemplo.
Cualquier solución es buena. Menos aquellas que pretendan echar sobre las espaldas de los ancianos la carga de su propia manutención. Cualquiera, menos abandonar a su suerte a los viejos. ¿No tiene la ciencia económica, con sus sabios doctores, soluciones para este problema? Pues entonces es una ciencia que no sirve, que no es ciencia.
Blog del autor: www.miguelangelferrer-mentor.com.mx
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